25 octubre 2006

HIJOS DEL MEDIODÍA

Hijos del Mediodía, de Eva Díaz Pérez, es la novela que me ha tenido entretenido durante todo el periodo estival. Cayó en mis manos casi por casualidad, compañera mientras realizaba un trabajo de digitalización de fotografías, en placas de cristal, de los años 20 en Sevilla. De nuevo volvía a repetirse el caprichoso azar. El relato, de esta escritora y periodista sevillana, tenía su escenario en la Sevilla de los preparativos de la Exposición Iberoamericana de 1929, extendiéndose la trama hasta el levantamiento militar del fatídico 18 de julio de 1936.

El protagonista, Arturo Gándara, periodista de El Liberal, se ve envuelto en un misterio literario por las azoteas de Sevilla en busca de la historia perdida de la ciudad. Se verá acompañado en su aventura libresca de un grupo de amigos, todos poetas de su generación; la generación del Mediodía, como ha pasado ha denominarse, tomando su nombre de la revista que ellos mismo editaban. Es así como van de la mano ficción y realidad, ya que todos los escritores que salen en la novela son hartamente reconocidos. Y no sólo estos amigos de la estrofa y la rima, sino que personajes que poblaban esa Sevilla escaparate del mundo también tienen su hueco, como una entrevista que nuestro protagonista le hace al mismísimo Aníbal González, o las numerosas visitas que el monarca Alfonso XIII realizaba a la capital andaluza para supervisar las obras del magno acontecimiento. Esto último me gustaría ilustrarlo con unos párrafos que eluden al regio personaje, más conocido como el Duque de Toledo en sus juegos y perversiones erótico festivas:

(...) No había sido fácil encontrar aquel burdel de postín para celebrar el último capricho borbónico. En un rincón, don Juan de Padilla –bigote grueso, pupilas sucias, gabán de astracán y bastón de plata- sonreía porque sabía que esta vez había acertado con los curiosos gustos del voyeur regio, pero no podía disimular su disgusto por el olor a menstruo y pubis con mollas que circulaba por esta pasarela de la Exposición de lumias y pingonas de la raza hispánica.

El duque de Toledo, oculto entre unos cortinajes, lanzaba risitas cada vez que salía un nuevo ejemplar y hasta aplaudió enfervorizadamente cuando apareció la bella mozcorrona de Bolivia, nalguda, ancha de caderas y de clítoris hipertrófico que le asomaba rozando las ingles.

-¡Que hablen, que hablen! –gritó desde su escondite el duque- ¡Que se note el poderío de la lengua castellana! (...)

Pero también el pueblo tiene gran protagonísmo en medio de todos los fastos. Y cómo no, el periodista y columnista de su Galería de Raros, forma junto con unos obreros anarquistas, defensores de la República, una conspiración contra el Rey en medio del escenario de la inauguración de la Exposición del 29.

La historia y la trama avanzan. Se proclama la II República, que no acaba de ser la panacea que todos sus defensores enarbolaban, y que se ve herida de muerte en febrero del 36 cuando gana las elecciones el Frente Popular. En el verano de este año se desencadena la tragedia. Los militares, al mando de Queipo de Llano, comienzan a tomar Sevilla, no sin rechazos, venidos estos de los resortes republicanos: Triana, Amate, San Bernardo y “el Moscú Sevillano”, donde tiene lugar este fragmento del libro:

(...) Arturo se levantó del suelo. Sintió aún más el dolor del miedo. Era el caos. Apenas veía tras sus gafas rotas. La torre en llamas parecía quebrada y agonizante por el efecto de la lente, cubista como aquellos poemas del viejo ultraísmo. La hermosa iglesia mudéjar era pasto de las llamas. Unos obreros enfurecidos salían de las naves portando tallas de santos mutilados. Bajo la portada de arquivoltas góticas yacía un Cristo al que colgaba un brazo. Parecía un trapecista ridículo. A un San Sebastián –con un mosquetón clavado en el culo- y a una Virgen les habían quitado las ropas y aparecía macabra la intimidad de los maniquíes.

Arturo observó que a las imágenes quemadas les habían sacado los ojos. En el fondo, comprendía ese odio de siglos contra la iglesia opresora y amiga siempre del poder. El pueblo quería acabar con aquellos símbolos y aquella fiesta del horror parecía un cuento perverso lleno de alegorías.

Los obreros sacaban las momias de los nichos y destrozaban las lápidas con un cincel. Desaparecían epitafios de siglos: <<>>. Olía a cadaverina mientras que las maderas del retablo crepitaban con un estertor de antífonas. Se quemaban los archivos eclesiales, los misales e himnarios, los libros de bautismo. Había que acabar con el pasado. Era una era nueva.

Surgían más columnas de humo en los barrios obreros, como una catedral inmensa sacrificada. La fiebre iconoclasta había prendido: Monte-Sión, San Julián, San Marcos, Santa Marina, San Gil -¿estaría ardiendo la Macarena?-, San Roque y ,más allá en los arrabales de Triana y San Bernardo, las llamas destrozaban lienzos con historias bíblicas que no servían para los nuevos tiempos. Las imágenes de los santos repetían sus muertes en hogueras de infieles.

En la Plaza de los Carros, muy cerca de la Iglesia de Omnium Sanctorum, el fuego también devoraba la fábrica de jabones y aguas de olor –marca La Giralda-, propiedad de los Luca de Tena. Había que acabar con todos los símbolos del poder. El vapor de azahares quemados nubló el cielo ceniciento y caliente. Cuántos años de luto quedarían para beber esa agua de azahar que templaba los nervios y padecimientos. (...)

Una novela de fácil lectura que recomiendo a todos los amantes de la literatura, de la historia y de Sevilla.

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