31 octubre 2006

YA HAN PASADO DOS AÑOS

Aún recuerda aquella mano temblorosa. Soltó la suya para buscar, no sin nervios, un pañuelo en aquel pantalón de domingos. Era joven, y observaba como ese hombre que lo había llevado hasta allí, con el corazón encogido, lloraba como uno de su edad. Sabía lo débil y cansado que se encontraba su latir, pero le había repetido a todos que no faltaría a la cita. Tardó en acicalarse esa mañana de octubre, lo mismo que se demoró una semana antes, cuando lo despertó sin haberse puesto todavía el acerado y el pavimento de la calle, pero él decía que Ella traía el día, la luz y la mañana.

El verano fue atípico para todos. Pocos fueron los días de sol y mar. Pero él no quería perderse ni un detalle de los preparativos, como si el padrino de una boda se tratara. Rara era la noche que no se pasaba con el joven muchacho para ver como iba la limpieza del metal. Al chaval le gustaba acompañarlo porque el ambiente era festivo. Un nutrido grupo de jóvenes llenaba el largo compás, con las manos siempre sucias, pero con ilusión, con mucha ilusión. Bromeaban con él los más grandes y los menos grandes, y no faltó quien le pusiera entre sus dedos una brocha para que quitara el polvo que dejaba en la plata aquella mezcla que impregnaba el ambiente. Y así una noche y otra hasta que llegaron los días grandes.

Todo era una fiesta en el barrio. Los vecinos y el gentío, llamados por la expectación, deambulaban nerviosos. Los balcones se volvieron a cubrir del color carmesí que da la fiesta grande. Los jóvenes se recorrían todas las farolas de la calle dejando en forma de banderolas los colores de la devoción. Su pequeña y recoleta casa, que rezumaba por sus cuatro muros el olor del nardo, también hacía presentir la festividad.

Un oh!! de admiración se escuchó en el silencio de la plaza cuando las hojas de la puerta se abrieron para que, presurosa, fuera llevada al Templo Mayor de la ciudad. Con el andar fatigado y de la mano del joven le ganaba pasos, porque quería verla siempre de frente. La estampa le recordaba los años en los que él, junto a otros que acabaron siendo amigos, llenaban de vida ese trocito de calle popular y señera, cuando la miseria y la falta de todo era el pan nuestro de cada día.

Con la mano todavía nerviosa dobló el pañuelo y buscó de nuevo la suya, para con la otra coger la medalla, que , oscura y con el cordón deshilachado, lucía con orgullo y satisfacción. De nuevo se empaparon los ojos de nostalgia. En el escaso tiempo que duró la imposición de la áurea presea, el corazón del anciano latía con más fuerza. Por cada latido una cuenta de ese Rosario que había legado a los suyos, y por cada cuenta un año, un instante, un momento, una vivencia que compartió con los amigos que ahora no podían disfrutar junto a él.

El chaval se mira la mano. Parece que todavía puede sentir en la palma las pulsaciones de ese corazón desmadejado por la enfermedad, que hace pocos meses se lo llevó al barrio de los callaos, como él llamaba con guasa a la muerte. Hoy hace dos años de ese domingo de octubre, y el joven, cercano a la mayoría de edad, ha querido revivirlo abriendo la caja que le legó su abuelo. La medalla, el pañuelo y unas fotografías de los dos posando delante del paso. Ahora es al adolescente a quien se les resbala una lágrima recordando con añoranza lo pasado, pero sabiéndose portador de una herencia inmaterial que tendrá que legar al futuro.

Faltan pocas horas para verla. De nuevo traerá el alba, y entre el canto de campanilleros se le encogerá el alma cuando al contemplarla vea en el cristal de esa mirada sublime los ojos de ese hombre que lo sigue llevando hasta allí, porque hoy él ya está con Ella.

Texto: Alberto Ramírez

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